Morro y oreja

 

Era una mañana de un día cualquiera, eso sí, era día de semana. Salir los fines de semana ya no es la única opción que tengo para disfrutar a mi aire. ¡Alguna ventaja tiene que tener ser una desempleada de la clase apestada (una de esas a las que ya ni contratan para que les hagan el trabajo que haría una persona más joven, ahorrándose una parte muy importante del coste salarial)! No porque la pinta ya es de abuela… ABUELA.

Repito, una mañana cualquiera decidimos subirnos al coche y visitar ciudades cercanas (aclaro que actualmente resido en una preciosa ciudad costera de Galicia, la que no quiero nombrar porque, si lo hago y cuento sus excelsitudes, no tardaríamos en sufrir una invasión de foráneos y nuestro pequeño paraíso perdería su encanto).

Emprendimos rumbo al interior. Unos 100 km de carretera evitando circular por las vías de dos o más carriles. Más que nada porque esas sirven para llegar, no para ir. Un viaje comienza cuando cierras la puerta de casa. A partir de ahí has de sacarle el jugo a cada segundo y a cada paso que des, por eso es más importante ir que llegar.

Como ciudad del interior gallego que se precie de serlo, en pleno mes de septiembre el calor debe ser asfixiante y así fue, no nos sorprendió con una mañana fresca y agradable, no. A pesar de ello cumplimos y recorrimos sus calles cual un guiri más, palmo a palmo, con una botella de agua en la mano y la cámara de fotos colgada al cuello. Cámara que no iba solo de adorno, no. Cuando revisamos las fotos habíamos hecho más de 300. Y entre ellas echamos en falta algunas que, por aquello de respetar la privacidad, no nos atrevimos a tomar. Estoy segura de que nos arrepentiremos toda la vida de no haberlas hecho.

Recorrimos calles, callejuelas, plazas y plazuelas. En una de estas últimas, después de tomar una docena de fotos a ventanas, galerías, blasones, portalones y más objetivos demasiado tentadores como para dejarlos para otro día, decidimos sentarnos en alguna terraza a tomar una cerveza y escuchar con atención la lista que te recitan como si fuera el menú del día, para que elijas que bocado  te obsequiarán como parte sólida de tu consumición.



La plaza estaba rodeada de soportales. ¡No podía ser de otra manera! Todos ellos estaban adornados con mesas y sillas, todas muy parecidas. Madera y hierro componían el decorado, aunque unas eran más altas que otras, más anchas, más oscuras… Odio la modernidad encajada a golpe de martillo modernista en un decorado enxebre. No soporto esas mesas altas y esas banquetas incómodas, donde, si consigues sentarte tras escalarla, tus piernas cuelgan cual marioneta cuando el titiritero la deja descansar, hasta que localizas donde está el travesaño donde apoyar el tacón… de aquella manera.

Vimos, entremedias de esta selva de patas y tablillas, tres solitarias mesas, las tres vacías. El primer pensamiento es no plantearte siquiera sentarte allí porque el saber popular te dice que donde no hay nadie no merece la pena entrar.

Pero debió de ser que nos sentimos intrépidos exploradores que nos arriesgamos y, tras comprobar que todo estaba bastante limpio, que la intrepidez tiene su límite, nos sentamos a la mesa.

A los pocos segundos asomó por la puerta una mujer que pasaba la edad de jubilación con creces. Eso sí, impecable y pulcramente vestida. Delgada, sin una gota de maquillaje, pero con un pantalón de lino azul y una camisa blanca sin mangas. Sus pies lucían unas uñas perfectamente pintadas con un rosa nacarado y sus talones no mostraban ni el menor atisbo de sequedad dentro de sus sandalias de plataforma de esparto.  Pensé que, si así se cuidaba ella, su cocina tenía que estar impoluta.

Eso nos animó a pedir, de la larga lista de pinchos que nos recitó, junto con las cervezas, morro y oreja.

Mientras esperábamos nos dedicamos a observar. Es uno de los mayores placeres a los que te dedicas y valoras según te haces mayor. Enseguida se sentó, en la mesa contigua, una pareja de una edad similar a la nuestra, solo que estos no eran “nativos”. Parecían veraneantes de última hora.

Esperábamos ver salir nuevamente, por la puerta que franqueaba la entrada al bar al que ya habíamos calificado como de otra época y que un extraño fenómeno había conseguido colocar allí tras unos malabares espacio-temporales inexplicables para nuestro intelecto de nivel “andar por casa”; pero salió, mejor dicho, asomó, el que podría ser el marido de la aparición anterior, porque salir le costó más tiempo del que sería normal. Quizá la pierna derecha no llevaba la velocidad de su compañera izquierda, aunque su brazo, desacompasado con su gemelo, parecía querer darle impulso con su balanceo. Cuando consiguió alcanzar su destino saludó a nuestros vecinos y les tomó nota, mentalmente, de las bebidas. Cuando estos le preguntaron por la carta disponible para elegir qué iban a comer, el hombre les dijo que su señora (confirmado, nuestras sospechas eran acertadas) vendría a recitarles la lista de posibles raciones.

A los pocos minutos vimos salir, cual aparición, iluminada por el sol que asomó al abrir la mujer la puerta de una cocina con enormes ventanales a la calle posterior, situada al fondo del local. Esta aparición traía un pequeño plato en cada mano. En una, oreja, en la otra, morro. Dejó ambos platos sobre nuestra mesa sin decir absolutamente nada. Ni un sonido, ni siquiera sentimos calor. Es más, creo que sentí como la rodeaba una ligera e invisible capa fría. Me quedó la duda de si respiraba o no.

Nuestra elegante y madura camarera volvió a hacer su aparición y se dirigió a nuestra mesa. Comenzó a recitar la misma lista que antes nos había recitado con las posibilidades de pincho a elegir. Enseguida caí en la cuenta de que se había equivocado de destinatarios. La interrumpí tras -morro, oreja… y le saqué de su error: nosotros no éramos los que habíamos preguntado qué había para comer. Pero de repente me entró hambre. Los pinchos nos habían dejado un regustillo muy agradable, la hora lo pedía y el volver a nombrarnos los dos bocados, quizá, de los más típicos de la Galicia interior, la boca se nos hizo agua y pedimos un plato “mitad y mitad”.

Pocas veces comí un morro y una oreja tan tiernos, tan en su punto de sal y con la justa cantidad de aceite de oliva y pimentón picante. Por un momento nos sentimos en otra dimensión. Eso que sientes cuando no sientes. Cuando no piensas. Cuando solamente “flotas”. ¿Cómo pueden, unos trozos “innobles” de un animal “innoble”, hacerte sentir tan bien? ¡Misterios de la vida que la ciencia no explica! Lo cierto es que, cuando volví en mí y pedimos la cuenta al hombre desacompasado, confirmamos que, efectivamente, estábamos en otra dimensión.

 

 

Volveremos… aunque ambos dudamos de que el lugar y sus habitantes sigan estando en el mismo sitio.

 

 

 

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