Durante años
nos creímos los mejores del mundo: la gran industria alemana, francesa,
holandesa, el diseño italiano, etc. Y, cuando ha hecho falta demostrarlo, no
hemos sido capaces de hacerlo.
Anoche, en
el canal 24 horas de televisión española, el director de un centro de
investigación valenciano hablaba del diseño de un respirador, no entiendo de mecánica,
pero el aparato me pareció sencillo.
Yo me
pregunto: ¿no hay en Europa diseños y patentes para empezar a producir ya.?
Seguro que existen. Y toda esa industria potente, que se creía la reina, no es
capaz de fabricar esos aparatos.
¿Cómo le
podemos haber dado a China el control de nuestras vidas? Porque es lo que le
hemos dado: la capacidad de decidir si vivimos o morimos. Pero no por aparatos
sofisticados, sino por simples mascarillas de tela, sí, de un tejido que, hace
años, en este país se fabricaba por miles de metros.
El mundo se
rige por leyes del siglo XIX cuando estamos en el XXI.
Hemos desmantelado la
industria en aras del beneficio económico, y ahora vemos las consecuencias. Se
nos muere la gente por falta de objetos de muy sencilla fabricación, y no
tenemos ni voluntad política, ni músculo industrial para solucionarlo.
¿Cómo es
posible que estemos en manos de Asia para todo? Por la falta de sentido de
país de nuestros políticos.
Se nos
vendió la globalización como la panacea de un mundo mejor, pero la panacea, ¿para
quién?, para hacer más ricos a los que ya lo eran. Para destruir la pequeña y
mediana empresa. Para creernos ricos comprando en comercios baratos, llenando
nuestra vida de objetos de usar y tirar. Contaminando el planeta con plásticos.
Metidos en una rueda absurda, y, cuando hemos tenido que demostrar quiénes éramos,
hemos fracasado.
No tenemos
capacidad para fabricar unas simples mascarillas, ni ropa para nuestros
sanitarios. Estamos a la altura de cualquier país africano.
Somos un país
tercermundista, un país de pandereta y toros, de programas televisivos de
cotilleo, de una monarquía corrupta.
No nos ha
importado la miseria ni la explotación de otros con tal de llenar nuestra vida
de consumo. Sabemos lo que pasa en el sudeste asiático, en las fábricas, pero
miramos para otro lado y tenemos el cinismo de decir que, gracias a ese trabajo
de explotación, comen. Presumimos de derechos humanos, laborales, pero vivimos
sobre el sudor y el hambre de menores de edad, de mujeres,en fin, de personas
explotadas.
Una Europa, protestante
y rica, en el centro y norte, junto a un sur católico y pobre. Nos venden sus
productos y nosotros vendemos sol, playa y alcohol barato. Ellos ahorran y nosotros
derrochamos. Trabajan y nosotros nos divertimos. Pero su riqueza está
fundamentada en nosotros, destinatarios de sus productos, incluso de sus préstamos que están siendo devueltos a costa de dolor y sacrificio.
Esta ha sido
la gran oportunidad de mostrar al mundo el músculo europeo, y la estamos
desaprovechando.
De que lo
que representamos ante el mundo: democracia, derechos humanos, solidaridad… es mentira.
Ha servido para demostrar la avaricia, la incompetencia, los desacuerdos…
Somos
una unión de mercaderes y nunca iremos más allá.
Estaremos detrás de americanos,
rusos o chinos. Nunca habrá una Europa fuerte porque, los mal llamados lideres,
miran su parcela, no el edificio común europeo.
Los
grandes hombres surgen en los grandes momentos, y este ha sido el gran momento de
decirle al mundo qué somos, qué representamos.
Nos está faltado el líder que nos
mueva, que nos haga sentir que somos un solo hombre, desde Cabo Norte
hasta La Restinga. Nos han podido nuestras miserias nacionales. No hemos tenido
altura de miras.
En fin, seguiremos
pensando en nuestra mesa camilla y no en la
Tabla Redonda Europea.
Oleiros 30
de marzo de 2020
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